¿Y si la democracia fuera una tecnología? Un invento humano que, al igual que un celular o un algoritmo, cambia, se adapta y enfrenta riesgos en cada transformación.
Por Salomé Arroyave Bedoya
“La democracia es una tecnología, un invento humano que nos caracteriza y nos diferencia de otros seres vivos”. La afirmación es de Antonio Copete, vicerrector de Ciencia Tecnología e Innovación (CTel) de la Universidad EAFIT, cuya formación como astrofísico le permite ofrecer una mirada científica que no es nueva, pero sí poco mencionada.
Para sustentar esta idea, Copete recuerda que el sector de la CTel no solo abarca las áreas ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, sino cualquier rama del saber que desarrolle investigaciones y genere nuevas herramientas en pro de solucionar problemas reales. Eso es lo que denomina “tecnología”.
La democracia no existe naturalmente: se creó para organizar sociedades, ofrece dignidad, progreso y desarrollo. Es un concepto, una tecnología en constante evolución —como un teléfono celular— que se adapta a cada contexto.
Un mecanismo tecnológico
La democracia evoluciona al modificar sus piezas según objetivos claros. Así como el celular se transformó para ser más útil, la democracia se amplió para incluir a todas las poblaciones. Para los griegos, pioneros en el concepto, era una práctica de pequeños grupos en el Ágora; hoy busca la participación de países enteros, explica el vicerrector Copete.
La división de poderes hace parte de su evolución: el poder legislativo conserva la esencia griega con grupos definidos, pero ahora elegidos popularmente; mientras el ejecutivo y judicial tienen independencia necesaria para tomar decisiones administrativas y punitivas.
La sociedad es la desarrolladora de estos cambios, pues los “investigadores” de la democracia son sus propios ciudadanos que suman desde todos los sectores: el privado, el público y la academia. “Uno de los principios de este sistema es que debe tener la capacidad de reformarse por sí mismo”, señala.
El método científico
Es más, explica el vicerrector Copete, a la democracia, como a cualquier otra rama del conocimiento, se le puede aplicar el método científico, que se resume en cuatro fases: observar y recopilar información; analizar e interpretar los datos, de forma que haya un diagnóstico inicial; experimentar en distintos niveles —punto en el que comienza a fallar, advierte—; y, finalmente, tomar decisiones y formular políticas públicas con base en la investigación.
El riesgo de no comprender la democracia como una tecnología, añade, radica en que, mientras las demás evolucionan ajustándose a sus propias necesidades, la democracia corre el peligro de ser modulada por ellas. “El algoritmo y la inteligencia artificial ya nos están demostrando que pueden influir en la democracia: segmentar, priorizar opiniones polémicas e incluso incendiarias”, señala y enfatiza en modular y evolucionar la democracia de manera intencionada con políticas públicas que prioricen el bienestar ciudadano y regulen las demás tecnologías que no necesariamente trabajan en función del bien colectivo.
Por eso, insiste en que la educación debe ayudar a adaptar esta tecnología en función de su propósito original. Entender la democracia como un sistema en evolución, en el que todos somos responsables de sus cambios, según Copete, el verdadero llamado es a la acción.