La crisis de la democracia liberal

El aumento en la desigualdad social, los procesos de migración y la inseguridad amenazan la estabilidad de un modelo en declive.

Por Jorge Giraldo Ramírez

Profesor emérito de la Escuela de Artes y Humanidades de EAFIT

Tan pronto como parecía que se consolidaba la democracia en gran parte del mundo, a mediados de los años 90 del siglo pasado empezaron a evidenciarse los signos de que algo andaba mal. Los triunfos de Silvio Berlusconi y Hugo Chávez mostraron de forma contundente que la democracia no podía reducirse a la ocurrencia de elecciones periódicas y que los votantes podían inclinarse hacia opciones claramente contrarias al sistema democrático liberal.

Los populismos y autoritarismos que se extendieron por Europa, Iberoamérica y Asia demostraban que había un malestar general entre los habitantes de las democracias, fueran ellas viejas o nuevas, aunque los líderes y partidos se negaran a reconocerlo. Ese malestar no se expresó solo en las urnas, sino también en las calles: desde 2006 al menos en los suburbios de París, pasando por el Occupy Wall Street en Nueva York durante 2011 y los estallidos sociales en Chile (2019) y Colombia (2021). Desde entonces hasta hoy, muchas voces influyentes siguen creyendo que las alternativas populistas y autoritarias y las movilizaciones callejeras son básicamente un problema y no un síntoma.

Los estudiosos coinciden, al unísono, en que el declive de las democracias occidentales obedece a fallas internas de las instituciones, de los partidos políticos y de los líderes. Los estudios sobre la democracia, que miden esos aspectos internos del régimen democrático, arrojan conclusiones preocupantes. El proyecto internacional Varieties of Democracy afirma que en este momento tenemos “el número más bajo de democracias liberales en los últimos 50 años” (Informe sobre la democracia 2025). El grupo The Economist Intelligence Unit (EIU) estableció la calificación más baja para la democracia en el mundo desde que empezaron a llevar a cabo esa medición, en 2006. Según aquel, en el mundo solo hay 25 democracias plenas y otras 46 deficientes, y una parte importante de ellas muestra señales de deterioro significativo (Democracy Index 2024). Desde que se aplican estas métricas, Colombia ha estado en la categoría de las democracias precarias.

¿Cuáles son los factores que han llevado al descontento?

El primer problema es social.
Existe un amplio consenso acerca de que la desigualdad y la pobreza extrema son factores que las democracias han sido incapaces, no digamos de resolver, de reducir a márgenes tolerables. Esta incapacidad tiene que ver con la forma que ha adoptado la creación de riqueza en el mundo contemporáneo, pero, principalmente, con la voluntad política para crear reglas fiscales progresivas, fortalecer la educación y la sanidad públicas, promover planes sociales fuertes y, en general, regular el poder de los más ricos, aquel “1 %” que se hizo tan impopular en las calles durante los estallidos sociales que se generalizaron en Europa y América desde hace 20 años.
El segundo se refiere a la inseguridad.
El segundo se refiere a la inseguridad. Los sectores medios de la población, que podían capear sus necesidades básicas, pronto encontraron en la violencia criminal, el terrorismo y los conflictos armados un elemento de insatisfacción, el cual, además, los gobiernos democráticos han tenido dificultades para mitigar. Ello puede verse bien en las controversias sobre la inmigración, la integración social, el trato hacia las minorías étnicas y religiosas..., especialmente en los países del norte, y también se hace palpable en la pulsión por adoptar medidas represivas y legitimar el armamento de la población, o en la ineficiencia frente a la protección de los derechos humanos fundamentales en los países del sur.
Un tercer factor, y último para simplificar, tiene que ver con la cultura democrática en dos sentidos.
El primero es la incapacidad de los gobernantes y los legisladores para atender las demandas ciudadanas; incapacidad relacionada con la captura de la agenda política por parte de las grandes empresas y los contratistas del Estado, o con una tecnocracia insensible. El segundo sentido estriba en la respuesta ciudadana de desconfianza, cuando no de indignación y desesperación, ante las instituciones estatales y sus dirigentes. Tal vez la expresión más profunda del deterioro de la cultura política es el desvanecimiento de la opinión pública, profundizado por las tecnologías digitales. A comienzos del siglo XXI, el politólogo Giovanni Sartori (1924-2017) previó la sustitución de la política razonada en la sociedad por la expresión dirigida de las emociones. Una de sus frases afirma que “el Homo sapiens comprende sin ver, el Homo videns ve sin comprender”; la conclusión, contundente y entristecedora, es que la vida pública se ha vaciado de ciudadanos pensantes y se ha llenado de espectadores reactivos y gregarios. Según el EIU, la deficiente cultura política es el factor que más afecta a la democracia colombiana, y con ello se indica la responsabilidad de gobernantes, generadores de opinión y representantes políticos. Las otras variables analizadas son pluralismo y elecciones, funcionamiento del gobierno, participación política y libertades civiles.
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Estos tres factores parecen estar por fuera del sistema político: la pobreza y la desigualdad están en el corazón del sistema económico; la violencia surge en los cruces entre la codicia y la falta de oportunidades; la irritación y la emotividad colectivas están en manos de medios irresponsables y de políticos sin escrúpulos.

En los países democráticos, las instituciones públicas están obligadas a atender las necesidades de los ciudadanos, en especial, de los sectores más desfavorecidos y vulnerables. La conservación del estado de cosas actual no es una opción viable; es necesario reparar el orden social. La multitud pide cambios. ¿En qué dirección deberían ir? Aparte de la atención a la cuestión social, hay cuatro asuntos urgentes: controlar el capitalismo rentista, promover el derecho de asociación como contrapeso al poder económico, defender el pluralismo de ideas y las libertades civiles, y estimular liderazgos que encarnen honradez, veracidad y lealtad a las instituciones. Solo un reformismo profundo y eficaz puede salvar a la democracia; si este no aparece, la ciudadanía se inclinará por las alternativas autoritarias y populistas.